Llovió hacia arriba y le mojó el cerebro, electrocutando cada recuerdo, cada pensamiento, cada promesa incumplida que trataba de subirse a cualquier cosa que flotara para no hundirse. Y así siguió, lloviendo dentro de ella, lloviendo fuera. A veces conseguía que sólo chispease, lo malo era cuando caían chuzos de punta y le iban erosionando la cara, dejando surcos en su piel, surcos salados.
No volvió a tener sed, le sobraba el agua, jamás podría morir deshidratada y lo sabía.
Llovió cada día, cada instante. Y ella no era de llevar paraguas, porque siempre los perdía. Así que siguió mojándose, aprendió a vivir empapada. Calada hasta los huesos, literalmente. Esperando que algún día el sol se abriese paso entre las nubes y poco a poco empezara a calentarla, a secarla.
Miró por la ventana la calle encharcada y el agua que caía a cántaros inundando las aceras y corriendo hacia cualquier alcantarilla para desbordarla. Igual que el día del accidente. Se puso sus botas y salió a fuera dejando que la lluvia la envolviera, la absorbiera. Y se sintió parte de ella. Se sintió lluvia y empezó a llover.
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