viernes, 12 de febrero de 2016

Días de lluvia

Desde aquel día no paró de llover en sus ojos, en las comisuras de sus sonrisas frías, entre los dedos de sus manos. Llovió tanto que se le inundó el estómago y se ahogaron todas las mariposas que le habían dado alas y hecho sentir viva durante tanto tiempo. Llovió tanto que naufragó su alma, sus costillas flotaban y su corazón lloraba, sin saber nadar.
Llovió hacia arriba y le mojó el cerebro, electrocutando cada recuerdo, cada pensamiento, cada promesa incumplida que trataba de subirse a cualquier cosa que flotara para no hundirse. Y así siguió, lloviendo dentro de ella, lloviendo fuera. A veces conseguía que sólo chispease, lo malo era cuando caían chuzos de punta y le iban erosionando la cara, dejando surcos en su piel, surcos salados.
No volvió a tener sed, le sobraba el agua, jamás podría morir deshidratada y lo sabía.
Llovió cada día, cada instante. Y ella no era de llevar paraguas, porque siempre los perdía. Así que siguió mojándose, aprendió a vivir empapada. Calada hasta los huesos, literalmente. Esperando que algún día el sol se abriese paso entre las nubes y poco a poco empezara a calentarla, a secarla.
Miró por la ventana la calle encharcada y el agua que caía a cántaros inundando las aceras y corriendo hacia cualquier alcantarilla para desbordarla. Igual que el día del accidente. Se puso sus botas y salió a fuera dejando que la lluvia la envolviera, la absorbiera. Y se sintió parte de ella. Se sintió lluvia y empezó a llover.


No hay comentarios:

Publicar un comentario